
Lleva la Vida unos meses entretenida conmigo.
A la sensación de haber aprendido, de haber «superado», se une mi sorpresa -constante- sobre lo que va llegando, sin esperarlo, sin imaginarlo; y sintiendo un agotamiento y -a veces- una frustración que me han dejado exhausto, al borde de perder toda mi energía.
En estas semanas se me han «juntado» -sigo con mis comillas- lecciones de una envergadura brutal. Todas al mismo tiempo, como si tuvieran prisa, y sin «pedir permiso» para hacerlo.
Las preguntas que he lanzado al aire han sido muy «típicas» (o terrenales, como suelo llamarlas): ¿falta mucho? ¿En serio? ¿De verdad que es necesario sentir tanto dolor para aprender? ¿Me puedo tomar unas vacaciones emocionales?
Sinceramente, he llegado a un grado de oscuridad tan puro que he sentido que se acababa todo. Pero no. Ni por asomo. Y eso que las aventuras más recientes que he vivido -y sigo viviendo- me han traído a unas personas que se supone iban a darme un servicio a cambio de un (considerable) pago, y que no me han dado absolutamente nada, tan sólo actitudes -de nuevo mis adjetivos terrenales- despreciativas, chulescas; que una persona que me ha pedido servicios profesionales haya desaparecido después de recibirlos. Y hay más …
Insisto: no se acababa todo. Ni por asomo. He vuelto a aprender. Esta vez, retorciéndome de dolor. Pero empiezo a COMPRENDER; empiezo a ACEPTAR. Ambas cosas con mayúsculas. Porque ya no es cosa de comprender con la mente, ni de aceptar con la mente. Ahora ya lo siento. Comprendo y acepto que hay decisiones que toman otros, que me producen dolor, y que no puedo controlar.
Empiezo a no sufrir, a pesar de sentir dolor. Porque por fin comprendo, con el corazón, y acepto, con el corazón. Y ahí, exactamente ahí, empieza TODO.