
Y cuando ya pensaba que era difícil que la Vida me sorprendiera con otra vuelta de tuerca, aquí la tengo: la más grande de mi vida, la más grande de la vida de todas las personas a las que conozco. Este confinamiento, estas calles fantasmagóricamente vacías …
Por primera vez desde que decidí buscar una manera de dejar de sufrir, hace ya más de tres años, no he hecho nada. Absolutamente nada. Ni meditar -más-, ni relajarme -más-, ni leer -más-, ni asistir a eventos ni a talleres de ningún tipo. Nada.
Y no he sentido miedo por ese diminuto organismo que nos rodea en todo el planeta; no, en ningún momento, nada. Si acaso, algo de miedo por las posibles reacciones de las personas ante las situaciones tan extremas que estamos todos viviendo.
«Sólo» calma. Una paz extraña -por desconocida-, que se asomó por la puerta desde el primer día, sin más. Sin buscarla, sin forzarla, sin proponerme sentirla. Una paz que empiezo a percibir como algo «natural», algo más cada día.
Después de más de tres años de trabajo en mí mismo y en mi soledad, de haber llegado a sentir a ésta última como mi fiel amiga y compañera, esta reclusión, este estado de cosas tan extremo, llega como un ruido sordo de fondo, amortiguado por la distancia.
Lo siento muy claramente: hubo tanto miedo, tanta angustia y tanto dolor, durante tantos meses, hace tantos meses, que esto que ahora vivo -y que viven todos- es un paisaje muy bien conocido: la incertidumbre, la constatación absoluta de que no tenemos ni la menor idea de lo que ocurrirá mañana (y de que nunca la tuvimos).